Enfermos de Limpiar los Desastres Petroleros/Sick of Cleaning up after Big Oil

“Detesto el olor a petróleo por la mañana”. 

A cientos de miles de residentes del Condado de Orange, CA, se les pasó por la mente este pensamiento tras el desastroso derrame de al menos 25.000 galones de crudo en una de las costas más emblemáticas de Estados Unidos.

Además de las playas, el letal manto negro embadurnó un conjunto de marismas y humedales de enorme valor ecológico que había costado décadas y millones de dólares restaurar. Solo la Marisma de Talbert, situada entre las playas e instalaciones petroquímicas, es hogar de al menos 90 especies de aves. Y esta es la segunda vez que sufre los catastróficos efectos de una marea negra.

La debacle es el resultado una vez más de un cóctel de codicia, incompetencia y la desastrosa creencia de que extraer crudo del fondo marino es una actividad segura. El oleoducto cuya ruptura causó el derrame llevaba 40 años en operación y, al parecer, fue dañado hace un año por el ancla de un barco mercante. En su búsqueda de la última gota de petróleo, Amplify Energy, la operaria del oleoducto, había sido acusada de 72 violaciones contra la seguridad y el medio ambiente. Días tras el desastre, las acciones de Amplify cayeron un 50%, lo cual hace temer que carezca del dinero necesario para la limpieza, se declare en bancarrota y pase la factura a los contribuyentes, una práctica petrolera notoriamente común.

Los ejemplos de comportamiento irresponsable y abusivo de esta industria son tan comunes como los derrames que genera. Ecuador es un devastador ejemplo. Desde 1964 y 1990, Texaco —hoy propiedad de Chevron— vertió 16.000 millones de galones de desechos tóxicos y 17 millones de galones de crudo en la selva ecuatoriana, en lo que se conoce como el Chernobyl Amazónico. Considerada la peor catástrofe petrolera de la historia, ha dejado un mortal legado de cáncer, enfermedades respiratorias y malformaciones genéticas entre los indígenas habitantes de la zona.

Tras décadas de litigio, los tribunales ecuatorianos decidieron que Chevron debía pagar $9.500 millones en daños a las víctimas de semejante crimen ecológico. Desde entonces, la petrolera ha mantenido una intensa batalla legal en Estados Unidos que ha logrado anular el dictamen ecuatoriano, poder jugar el papel de víctima y encarcelar a Steven Donziger, el principal abogado de las comunidades indígenas. En 2019, el juez federal Lewis Kaplan —un ex abogado corporativo con inversiones en Chevron— condenó a Donziger a dos años de arresto domiciliario por negarse a compartir documentos legales con los abogados de Chevron. Y hace unos días, la jueza federal Loretta Preska —perteneciente a la ultraconservadora Federal Society, uno de cuyos donantes es Chevron— condenó a Donziger a seis meses en prisión por desacato criminal.

Pero estos son los coletazos de una industria que tiene los días contados. Por un lado, las inversiones petroleras son una proposición ruinosa. Hasta el momento, instituciones de todo el mundo han eliminado casi $15 billones (trillions) de sus portafolios de inversión en combustibles fósiles. Recientes ejemplos incluyen las universidades Harvard y Dartmouth, y la Fundación MacArthur.

Y por otro, el costo de la crisis climática que causa esta industria se multiplica exponencialmente. Solo este año, en Estados Unidos hemos sufrido 18 desastres climáticos que han costado $1.000 millones cada uno. Un reciente estudio reveló que el 85% de la población mundial ha sido afectada por la crisis climática.

El rechazo popular a esta industria se manifiesta a diario, como la protesta frente a la Casa Blanca de cientos de indígenas y personas de color que exigieron al Presidente Biden que declare una emergencia climática nacional y detenga la expansión de los combustibles fósiles.

Porque todos estamos enfermos de limpiar los desastres petroleros.

(English)

Sick of Cleaning up after Big Oil

“I hate the smell of crude oil in the morning.” 

This thought must have crossed the minds of hundreds of thousands of Orange County, CA, residents after at least 25,000 gallons of oil invaded one the country’s most emblematic ocean shores. 

Besides the beaches, the smelly goo smeared a set of marshes and wetlands of enormous ecological value that had taken decades and millions of dollars to recover and restore. The Talbert Marsh alone, sandwiched in between the beaches and petrochemical facilities, is home to at least 90 species of birds. This is the second time in not too long that it suffered the catastrophic effects of a black tide. 

Once again, the debacle is the result of a toxic cocktail of greed, incompetence and the disastrous belief that extracting oil from the ocean floor is a safe practice. The pipeline whose rupture caused the spill has been in operation for 40 years and, allegedly, was damaged a year ago by the anchor of a merchant ship. In its search for the last drop of oil, Amplify Energy, the pipeline operator, had been cited 72 times for safety and environmental violations. Days after the disaster, Amplify stock tanked by 50 percent, which raises fears that it will lack the money necessary to clean up the mess, declare bankruptcy and pass the bill onto the taxpayers, a notoriously common practice among oil companies. 

The examples of this industry’s irresponsible and abusive behavior are as usual as the spills it causes. Ecuador is a devastating example. From 1964 to 1990, Texaco—currently owned by Chevron—spilled 16 billion gallons of toxic wastewater and 17 million gallons of crude oil into the Ecuadorian rainforest, in what is known as the Amazon Chernobyl. Considered history’s worst oil catastrophe, it left behind a lethal legacy of cancer, respiratory diseases and genetic malformations among the Tribes that inhabit the area.

After three decades of litigation, Ecuador’s courts ordered Chevron to pay $9.5 billion in damages to the victims of such an ecological crime. Ever since then, the company has waged a relentless legal battle here in the US that has achieved the cancelation of the original ruling, portraying Chevron as the victim of this drama and the imprisonment of the plaintiffs’ lead attorney, Steven Donziger. In 2019, US District Judge Lewis Kaplan—a former corporate lawyer with investments in Chevron— sentenced Donziger to two years of house arrest for contempt of court after refusing to release legal documents to Chevron’s attorneys. And a few days ago, US District Judge Loretta Preska—a member of the ultra-conservative Federalist Society, which Chevron donates to—sentenced him to six months in prison on the same charges.   

These, however, are the actions of an industry whose days are numbered. On one hand, oil investments are a ruinous proposition. So far, institutions the world over have dropped almost $15 trillion worth of fossil fuel investments, including recent examples such as Harvard and Dartmouth universities, and the MacArthur Foundation. 

And on the other, the costs of the climate crisis this industry causes are growing exponentially. In this year alone, in the US we have suffered 18 climate disasters at a cost of $1 billion each. A recent study revealed that 85 percent of the world’s population has been impacted by the climate crisis. 

The popular rejection of this industry and its practices manifests itself on a daily basis, including a recent protest in front of the White House by hundreds of Indigenous and other people of color to urge President Biden to declare a national climate emergency and the end of the continuous expansion of fossil fuels. 

Because we all are sick of cleaning up after Big Oil.


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